Acostado sobre mi vieja cama de matrimonio, con los brazos tras la nuca, con los ojos fijos en el blanco cielorraso, pero sin verlo, corren mis pensamientos por los pasados tiempos en que los jóvenes, donde me incluyo, aspirábamos a consolidar las relaciones con el sexo opuesto, “llegamos a la edad de formar el hogar”, como se decía entonces, y de acuerdo al marco ético, moral, de buenas costumbres, etc. etc. imperantes.
Ese deseo implicaba cumplimentar una serie de circunstancias afectivas, formales y materiales, sin lo cual explicita o implícitamente, el entorno social te señalaba.
Los encuentros primarios de conocimientos entre ambos sexos, paso preliminar para el nacimiento de una relación afectiva, se realizaban en reuniones familiares, caseras, los famosos “asaltos”, casamientos, en algún club de barrio, culturales, acompañadas las jóvenes por el edecán de turno, madre, hermanos, tías, etc., cuya misión era observar, guiar, las relaciones de manera que todos los actos de ambos jóvenes, se encuadrase dentro de la “moral y buenas costumbres”.
Si las relaciones prosperaban, entonces él debía solicitarla a sus padres en forma “oficial,” y se formaba una ficha virtual del pretendiente, con el apellido, nombre, edad, hermanos, domicilio, profesión, trabajo, estado económico, etc. etc... Todo esto verificaban en forma discreta los interesados. A su vez, del lado del joven se reducía a preguntas de los padres, hermanos, tías : -¿ella no trabaja afuera?, ¿ella no es profesional?, ¿ella no tiene otro novio? Y la paradoja de la dialéctica hacía que todos estos negativos fueran signos positivos para ella. Pero a su vez estaban las preguntas positivas como: ¿sabe limpiar una casa?, ¿sabe hacer comida?, ¿sabe atender a un enfermo?, ¿sabe coser y tejer? etc. Aquí lo positivo se expresaba sin ninguna paradoja.
Si se aprobaban de ambas partes estos exámenes, se detallaba el cómo y el cuándo, ambos aspirantes, entraban en la etapa del noviazgo, que constituía el prolegómeno del final feliz que los novios y familias deseaban.
Es ésta, la parte de la relación donde los sueños, los anhelos, las dudas, se incluían en el cuadro del futuro, cuadro en el que intervenían los interesados y los naturales satélites de ellos, y que como los integrante de la legislatura, todos tenían el derecho a la palabra, al voto y hasta al veto.
El inexorable correr del tiempo nos acercaba, sin atenuantes, a la culminación ritual de esta relación; las mujeres preparaban su vestir, los hombres se medían sus trajes, los chicos y adolescentes se compraban ropa. Ambas familias se batían en una frenética agitación, pues debían preparar: fecha del evento, listas de invitados, testigos, padrinos, local para la reunión, animadores de la fiestas, menú, etc…etc.
Pero el tiempo inexorable, agotaba todas estas contingencias y a los actores principales le llegaba el momento que con emoción y euforia pronunciarían la tradicional expresión :”¡al fin solos”!. Ya ellos eran dueños de sus destinos, y de la incógnita que le depararía el futuro, que sería develada cuando ellos llegasen a ese futuro.
No deseo comparar con las relaciones que florece en la actualidad, porque como siempre lo expreso, la vida tiene una dinámica en su devenir, que es su continuo cambio y muy acelerados en los tiempos modernos y posmodernos, sin duda ayudado por la tecnología, básicamente las de comunicaciones. Hoy las relaciones de conocimiento entre ellos es más bien virtual, pues los chateos por computadoras, los teléfonos celulares, las grandes concentraciones en los festivales de rock, etc., son los promotores de ese conocimiento. Los protocolos de la relaciones de la vieja época, prácticamente murieron. Se forman las parejas, sin ningún trámite legal ni religioso.
Si económicamente tienen` posibilidades, lo hacen en forma independiente de sus lazos familiares, de lo contrario, cada uno en su casa, y la relación afuera, ya que en lo primeros tiempos todo es luna de miel.
Un golpe en la ventana, me vuelve a la realidad, mis ojos giran por el dormitorio, observando mis viejos muebles que los conservo desde mi unión con Elena, hace varias décadas. Ropero inmenso con espejo central, pesadas sillas estilo renacentista, un placard y dos mesitas de luz ubicadas en ambos costados de la cama. En el cajon de mi mesita, diviso una mezcla heterogénea de papeles, medicinas, llaves y un calzador, todo prolijamente desordenados. Luego observo la de Elena, llego a la conclusión de que no recuerdo haberla abierto nunca o al menos tener intención de hacerlo. Muchas veces la veo a ella, sentada en un costado de la cama, haciendo ataditos de papeles, cartas, algunas recetas.
Una profunda curiosidad me impulsa a indagar su contenido, quizás diría a violar sus secretos.
Abro el cajoncito, y veo un prolijo atado de unas veinte cartas, todas con mis letras, que seguramente le enviara durante el noviazgo, ya que ella vivía en una localidad a cien kilómetros de Rosario y me resultaba cómodo y satisfactorio hacerlo por ese medio, pues siembre me gustó “garabatear” escritos, más que hacerlo por el teléfono, aún en esa época con telefonista intermedia
Al leerlas, surgen las vivencias de ese tiempo, las planificaciones de nuestro futuro, y su contenido me hace presente que la vida ha sido generoso con mis aspiraciones, mientras un nudo emocional cierra mi garganta y un mundo dormido de ese feliz pasado se despierta en mi mente. En un rinconcito del mueble un pequeño sobre, con un “¡gracias!” escrito en su exterior, con la letra de Elena, me impulsa investigar su contenido.
Es un pequeño poema, que marca el cenit de mi emoción:
¡Siempre llegaré a ti!
Apágame los ojos ,seguiré viéndote
ciérrame los oídos, te seguiré oyendo
sin pies puedo llegar hasta ti
y aún sin boca, puedo invocar tu ser
Arráncame los brazos y te asiré
con el corazón cual una mano,
detén mi corazón y latirá mi cerebro
y si incendia mi cerebro
te llevaré en mi sangre
que en comunión divina
se unirá a la tuya.
Dante Cacchione
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